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Traducido por Aurora Cantero,
originalmente publicado en la revista Quimera, en 1981
El texto clave para comprender la oposición, o,
mejor, el estado de animo de Orwell frente a la Segunda Guerra Mundial,
es uno de sus libros menores, Coming up for Air (Una bocanada
de aire), escrito y ambientado en el año 1938 y publicado en 1939, una
novela cuyo tema es precisamente la inminencia de la guerra, de sus
implicaciones sin salida e imágenes de un futuro apocalíptico que se
apoderan de la mente superponiéndose a la apariencia confortadora de un,
todavía, tranquilo presente. La imaginación de Orwell estuvo siempre
encaminada a la prefiguración del futuro, de un futuro negro, como si
cada una de sus palabras no tuvieran sino una meta, la trampa sin salida
de la que él debía trazar minuciosamente los planes de funcionamiento
en los últimos años de su vida, al describir el mundo de 1984.
En Una bocanada de aire se limita a
prever los bombardeos de Londres, y no es de extrañar, porque la
perspectiva de las incursiones aéreas sobre la ciudad era ampliamente
comentada en aquella época aunque también hay escenas de guerra civil
que al Londres real le fueron ahorradas, excepción hecha de las bombas
irlandesas; imágenes de ametralladoras que disparan desde las ventanas,
de igual manera que el autor las había visto en Barcelona pocos meses
antes. El protagonista es un hombremasa de la periferia londinense, un
cuarentón obeso, calvo y con dentadura postiza, que se da cuenta de
haber fallado en la vida, porque los únicos bellos recuerdos que lleva
consigo son los pasados y raros días de su juventud en los que iba a
pescar. Es característico en Orwell poner en el centro de sus historias
un personaje precozmente desgastado físicamente (también el Winston de
1984 tiene varices y algunos dientes postizos), además de
espiritualmente oscuro y frustrado en sus aspiraciones vitales; diríase
una exacta contrarréplica del autor, como actitud vital, experiencia y
presencia humana, pero quizás las cosas que tenía que comunicar a través
de su lucidez desencantada, a lo largo de la hoja cortante de su moral
sin compromisos, sólo podían ser expresadas como relámpagos que surgen
intermitentes de una desolada y gris condición.
El hombre gordo piensa en la guerra, no puede dejar
de pensar en lo que todos dan como inevitable, no puede no pensar en
Hitler: este pensamiento que lo ha capturado en la mitad de una
existencia supeditada a la banalidad, lo obsesiona. Mas la iluminación
que lo ha transformado le vino durante una conferencia en el Left Book
Club de su barrio residencial, oyendo al orador de aquella asociación
cultural de izquierdas criticar obsesivamente las atrocidades del
nazismo, y, después de la conferencia, las discusiones de los
intelectuales del lugar, trotskistas y comunistas oficiales que
discutían entre sí encarnizadamente. El resultado es horror y espanto
hacía el nazifascismo que está conquistando el mundo, pero este horror y
espanto aparece reflejado en sus adversarios inadvertidamente
contagiados e implicados en el mismo proceso de deshumanización, de
absolutismo ideológico y negación violenta de todo aquello que no entra
en los planes inmediatos de la política que llevan a cabo. De ahí la
angustia de la guerra que está apunto de estallar, y que incluso en el
caso improbable de que no sea vencida por el incontenible Hitler, no
aportaría solución alguna, sino la estabilización del odio, porque en
todos los países vencidos o vencedores acabarían por adoptar la misma
lógica de fanatismo devastador.
Las fauces de la fiera
Así prevé Orwell el futuro en el año de Múnich, ya
que este presagio que él hace aflorar en el cráneo calvo, bajo el bombín
de un modesto empleado de seguros londinense, era firmemente compartido
por el intelectual que rebelándose contra la indiferencia de los
ingleses respecto a la amenaza nazi estuvo combatiendo en España como
simple miliciano. Si no hubiese pagado en persona y vivido en su propia
carne durante unas pocas semanas, y en las ramblas del centro de una
ciudad, los dramas que atormentaron a decenas de pueblos enteros,
deberíamos decir que el hecho de identificar las fuerzas que luchan en
el campo de la conmoción mundial con los asiduos a las salas de debates
culturales es reducir en mucho las posibilidades de comprensión. También
desde el punto de vista de la actualidad menuda y de la caricatura
cotidiana, Orwell es ya un escritor alegórico, como lo demostrará
plenamente pocos años más tarde, cuando está asegurada la victoria de
los aliados y se le ocurre la idea de una feroz sátira al estilo de
Swift que cristalizará en Rebelión en la granja con la evocación de una
oligarquía en el poder, donde es imposible distinguir a los cerdos de
los hombres. Humanidad y deshumanidad son continentes en cuyos
territorios se configuran diferentemente nuestros atlantes individuales;
para nosotros, que en aquellos años intentábamos salir de las fauces de
la fiera, humanidad y deshumanidad, en un campo o en el otro, se
distribuían y mezclaban según nuestras experiencias. Y podríamos
sostener perfectamente, en contra de la profecía de Orwell, que la
Segunda Guerra Mundial ha acentuado en mayor medida los aspectos de
oposición sustancial e incompatibilidad profunda entre democracia y
fascismo. Cierto es que para decir esto nos basamos en la experiencia de
una parte del mundo que queda bien delimitada, mientras que para el
resto del planeta los últimos treinta y cinco años prueban que aquel
oscuro presagio tenía una profunda base de verdad.
Vayamos ahora al libro Homenaje a Cataluña, de
1938, que precede al anterior por muy poco, escrito en caliente después
de su retorno del frente español con las heridas (no metafóricas)
todavía abiertas. Entre los libros que recogen las experiencias del
siglo, éste es uno de los indispensables, si no se quiere que palabras
como revolución, lucha armada y otras similares resulten términos de un
discurso abstracto, y, además, por ser uno de los más hermosos, con toda
la fuerza de la verdad vivida.
Comparado con la fuerza de este testimonio directo,
cualquier discurso político parece de un simplismo fácil, incluso los
que Orwell intercala en su relato para sostener con mayor intensidad la
línea política del POUM y de los anarquistas, que veían en la revolución
social inmediata el único medio para resistir a Franco, línea que
contrapone a la de los comunistas, convencidos de la necesidad de una
alianza con la burguesía democrática y de una actuación militar más
disciplinada. La parte de razón de cada una de las líneas puede
extraerse perfectamente del libro, en su epopeya de la desorganización e
improvisación de los milicianos, pero la historia se precipita
gradualmente en una pesadilla sobre la que no hay posibles dudas: la
liquidación de los militantes del POUM en Barcelona el año 37, mediante
métodos que recuerdan de cerca lo que estaba ocurriendo al mismo tiempo
en Moscú con las grandes purgas. Orwell, de permiso por haber sido
herido en el frente junto a tantos otros voluntarios extranjeros y
españoles, debe esconderse para no ser apresado y fusilado por sus
propios compañeros de lucha. La moral de Orwell apunta siempre hacia el
desenmascaramiento de las falsas pretensiones; en una novela de su
juventud atacó las pretensiones de decoración pequeñoburguesa de los
infiernos de la miseria londinense, y lanzaba sus sarcasmos contra el
"aspidistra", edificio de apartamentos que simbolizaba el estatus. En
Barcelona él identifica el comunismo oficial con "la derecha"; y con
esta prerrogativa, las noticias de los procesos de Moscú le resultan de
una autenticidad palpable.
Libelos fantásticos
Desde aquel momento su batalla es advertir a la
conciencia pública inglesa y mundial: por eso recupera la claridad de
los signos y la construcción geométrica de los fantásticos panfletos del
siglo XVIII, elegancia formal a la que corresponde una dureza polémica
verdaderamente incisiva. Que se haya tardado tanto en escucharlo y
comprenderlo, no hace más que probar lo avanzado que estaba con respecto
a la conciencia de su época. Él llevaba su Cataluña a la espalda,
mientras que gran parte de la juventud europea la estaba viviendo o
buscando fatigosamente.
Hay un mundo de valores positivos que Orwell
afirma, pero en su topología, dado que el polo del futuro está ocupado
por las tinieblas, porque la luz no puede situarse más que en el pasado:
el tío socialista del idílico pueblo todavía conservador de Una
bocanada de aire, el viejo asno sabio y silencioso de Rebelión en la
granja, el proletariado que continúa su vida miserable en 1984 y para el
que la revolución no ha llegado jamás. No es extraño que de entre los
grandes monstruosos inventos de 1984, el más genial y espantoso sea la
destrucción sistemática del pasado, que comporta una ininterrumpida
corrección de los anales del Times. Y la "neolengua", o sea, la
expoliación del lenguaje de todas las emociones y matices, en suma, de
la memoria colectiva que éste contiene.
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